Estoy seguro que aquella vez era diferente, aquel tamborileo
interior incesante, acelerado, rítmico pero sorprendentemente tan perfecto, claro
y alto en volumen. Es más, parecía que alguien me hubiera colocado unos auriculares
en cada oreja y estos iban conectados directamente a mi corazón agitado.
No era miedo exactamente, en ese momento lo sabía y hoy
también, era algo más grande. Esa mirada ambarina lo produjo, produjo algo que antes
no había sentido con nada ni nadie. Aquella mirada ambarina penetraba lo verde
y marrón del terreno, parecía detener el tiempo alrededor y mantenerlo solo en
mi pecho cuyos latidos similares al bombo in crescendo de una batería rocanrolera
eran los únicos sonidos que podía oír, sentir. Los únicos sonidos audibles para
mí a pesar de estar seguramente en uno de los lugares más ruidosos del mundo.
Pero ella, aquella mirada ambarina silenciaba todo inevitablemente. El silencio
inquietaba, el tamborileo maravillaba.
Horas antes en la mañana había despertado y escapado de mis
sueños. Me desperté sin pesar seguro, pues la realidad en este caso superaba
cualquier sueño de 15 minutos. Por fin, mi deseo realizado. Postrado en una
cama tan suave como las plumas que hacían que mi cuerpo se hundiera lentamente
en ella mientras colocaba el rostro hacia el techo y dejaba que aquellos
sonidos se introdujeran en mi cerebro… Gorjeos, silbidos, aleteos, cantos y
susurros. Por fin había llegado a la hacienda de mi tía colindante al mismo
Manú.
Gran parte de mi vida había soñado ver la selva y explorarla
como aquellos documentalistas que tantas veces había visto en la televisión.
Ahora yo mismo estaba, no solo en una de las reservas más grandes del país, sino
también, en una de las zonas menos intervenidas por el hombre.
Luego de satisfacer mi oído con todo aquel barullo que
llegaba amortiguado por la distancia y los muros de madera, abrí los ojos
comprobando que la realidad seguía siendo mejor que lo onírico. Los sonidos
eran maravillosos así sean distantes. Venían de todas partes y aun así, de
ninguna; no delataban su proceder oculto en los árboles, no avisaban nada, solo
estaban ahí, deleitando e inquietando.
Los desayunos siempre habían sido iguales. Los adultos conversaban y yo hacía caso omiso… "oídos sordos". La actividad sonora me hipnotizaba desde el día que llegué; el
susurro y golpeteo de las olas del río cercano junto con el croar de las minúsculas
ranas me provocaban correr hacia ellas y volverlas atrapar una y otra vez, pero
no lo hacía, solo una vez, quizás por educación.
Todo ruido me parecía interesante, cada uno tan diferente a
los ya acostumbrados, cada uno llevando la esencia de alguna criatura que
probablemente nunca había visto salvo en la tele. Cada ruido tan lleno de vida,
me maravillaban, me alejaban de los problemas de la vida monótona de la ciudad.
- Hoy entraré al monte.
Mi abstracción acabó. Desde los días anteriores había
ignorado el ruido humano de tal manera que me sorprendí a mí
mismo sentir mi cabeza voltear con interés hacia la fuente de aquella expresión
tan alentadora.
- Quiero hablar con algunos comuneros de más al
fondo. Si cruzo por el monte llegaré más rápido. – Era mi tía la que había
dicho tan magnificas frases.
Mi tía, la hermana más aventurera y “pataeperro” de todas
las hermanas de mi mamá, era una hacendada de aquel sector selvático. Dueña de
miles de hectáreas, cuyos beneficios le permitían entrar en la reserva a su
antojo.
Mi atención por los ruidos de la selva se esfumó por varios segundos mientras aquella
tía hablaba. Sabía muy en el fondo que diría algo interesante, interesante por lo
menos para mí y no quería perdérmelo. Mi tía volteo a verme y finalmente dijo:
- ¿Quieres venir?
No sé qué dijo mi mamá, no se quien sugería qué, no sé si
estaba de acuerdo o se había molestado. Aquella pregunta había hecho que
nuevamente los sonidos de la selva sean mi único foco de atención, ahora cada
vez más fuertes, más fuertes… Gorjeos, susurros, piares, tambores…
Repito, no sé si alguien dijo algo desagradable, no lo
recuerdo. Lo único que recuerdo es que minutos más tarde me encontraba listo en
el límite de los grandes árboles del Manú. El ruido estaba cerca, más cerca que
antes y me mantenían alerta, no por el temor, estoy seguro sino por lo
expectante.
- Volveremos en tres horas. – Le dijo mi tía a mi
mamá y tras un fugaz beso en la mejilla, se adentró en el monte tras el guía.
- Bueno, chau. – Comenté y repetí la despedida que
mi tía le había dado a mi mamá para adentrarme en aquel mundo.
Era mejor de lo que esperaba.
Tras dar unos pasos el ruido embulló mis oídos. Cada ruido sorprendentemente
había aumentado su volumen diez veces, apagando así a las voces humanas y al
golpeteo del río en la hacienda. Los piares eran similares a flautines molestosos y los susurros provocaban aquella sensación en los oídos similar a cuando uno se sumerge mucho en un piscina. Causaban caos sin afinación pero era agradable.
Si antes los ruidos me parecían no tener una fuente
ubicable, ahora, con la suma de cien sonidos más, me parecían que no solo
buscaban ocultarse del escucha, sino también confundirlo.
Habían gritos, piares, aleteos y sonidos de arrastre. Todo
ruido era vivo, incluso el viento. Cada ruido tan intenso y desconcertante que
mantenían a uno alerta, que mantenían a la cabeza girando en todas direcciones.
Estaba embelesado del ruido.
No sé cuánto caminé, cuanto demoró en llegar. No me di
cuenta, pero de repente, tan rápido como el ruido había llenado mis oídos, los
abandonó.
- Shh. Shh. – El guía se había detenido y hacía un
gesto para que nos detuviéramos en silencio.
¿Qué había pasado? Todo en el lugar había enmudecido, era extraño,
como si alguien hubiera apretado MUTE en medio de una proyección de cine.
Miré a mi tía en busca de respuesta pero ella miraba inquieta
al guía que miraba a la zona más tupida de árboles. Seguí aquella mirada atenta
y los ví.
Unos ojos ambarinos se asomaban entre la vegetación. Generalmente
la falta de bulla relaja a algunos pero aquel silencio hecho inquietaba,
interrogaba y sorprendía. Aquellos ojos eran los causantes.
Entonces, algo aún más mágico sucedió. Mi corazón empezó a
latir de una forma incesante, tan incesante que los latidos llegaban con una
calidad sonora que sorprendía. Estoy seguro que mis compañeros y la criatura
observadora eran capaces de oír mi pecho, estoy seguro porque yo oía o creía
oír el de ellos. Oía tambores acelerados y correr de la sangre en sus venas,
ella lo había hecho, aquella mirada ambarina que había enmudecido y detenido
todo excepto a mi pecho.
Cada respiración producía un aumento de volumen en mis latidos, me inquietaba el
cerebro, solo oía eso y nada más. Y como habían llegado esos ojos, se fueron,
desaparecieron en las matas y tal como si alguien hubiera vuelto activar el
tiempo o como si sales de debajo del agua luego de varios segundos, el ruido de
la selva me embulló una vez más.
Me tomó un tiempo entenderlo debido a la sorpresa del
momento. Pero luego de dar más pasos lo entendí: el Rey del Silencio había
venido a observarnos. Aquel único capaz de
callar el ruido que no había podido apartar de mi cabeza durante días. No era miedo, era admiración por dicho poder, el poder de un jaguar.
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